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domingo, octubre 24, 2010

Una historia de vendedores callejeros

Me proponía escribir sobre los vendedores callejeros, cuando pensaba que debían ser homenajeados por su labor, tesón y amor a una profesión.
Estudiando cómo todas las mañanas las novedades del Marketing ya que cada día siempre hay algo nuevo, no es reciclaje,  es aprender diario. Me topo con el Diario Vasco que nos relata con lujo de detalles por parte de la autor Juan Aguirre la vida de León Salvador. Son dos notas muy buenas y creo que les van a gustar tanto como a mi.
La venta era ya espectáculo cuando los antiguos merchantes callejeros usaban de su gracejo, gestualidad y verborrea como única mercadotecnia. A la manera del bululú, actor solitario que exhibía su teatrillo en plazas y ferias, el charlatán iba de pueblo en pueblo pescando clientes con el anzuelo baratillero de «no lo vendo ni por 20, ni por 10, ni por 5...»..

Indiscutible 'Rey de los Charlatanes', León Salvador posee plaza en propiedad en el panteón de la memoria popular española. Su biografía rezuma sustancia cinematográfica. Con un repertorio muy personal de humoradas, exageraciones, fingimientos, no sin ribetes de ironía, en el arte de embelesar al corro para el despacho de sus gangas no tenía rival. En la época de racionamiento y penurias sus menudencias resultaban dispendiosas, prescindibles, pero él las volvía tentadoras: las cuchillas de afeitar 'Piel Roja', de manufactura irunesa, lucían como producto estrella en batiburrillo con relojes suizos, mantas zamoranas, billeteras, paraguas, cadenitas, pulseras y lavativas.

Amasó fortuna, pero los naipes se lo quedaron todo y murió arruinado al pie de su tinglado una Semana Grande de la posguerra bilbaína. Ya no pudo oírse la frase que resumía el gozo de muchas fiestas norteñas: «Hala, vamos a ver los toros y a León Salvador».

El oficio de charlatán volandero decayó cuando los mercadillos ambulantes se fueron volviendo formales, aguachirlándose, pero su espíritu ha transmigrado al mundo de la empresa donde se halla el gran rastro de nuestro siglo. Sus epígonos son tipos cortados como de patrón de sastrería, con hablar impostado, que no huelen a garbanzo y fonda barata sino a hotel 'business class' y cocina de autor. Ni de lejos tienen el talento decidor de aquellos vendepeines, mas tampoco lo necesitan porque habla por ellos el PowerPoint, el ya imprescindible programa informático de presentaciones.

Hay un debate en marcha en foros digitales sobre el uso y el presunto abuso del PowerPoint. Argumentan sus detractores que, por influjo de las consultorías, ha calado un discurso de negocios simplificado e ilusionista apoyado en esa herramienta. Si así fuera, no habría novedad: es la típica sustitución del hombre por la máquina, del encanto personal del viejo buhonero por el artefacto audiovisual. Pero en lo fundamental seguimos en lo mismo: la captación de emociones, la incitación de los deseos y su satisfacción sin demasiada rumia; la ancestral alquimia de hacer de lo superfluo una necesidad.

Puestos a soñar pediríamos un León Salvador con PowerPoint. Sería como mezclar cine y teatro, palabra e imagen, ilusión y materia: el arte total aplicado al «no lo vendo ni por 20, ni por 10, ni por 5...».

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